Europa avanza hacia una ley digital con nuevas reglas
Un sitio web que simula ser un medio de comunicación divulga decenas de “noticias” falsas por día, diseñadas para manipular el resultado de las elecciones en algún país, provocar un clima de división y enfrentamiento o difamar a enemigos políticos de sus patrocinadores. Decenas de páginas similares, aparentemente no vinculadas entre sí, alojadas en servidores de distintos países con dominios que no registran la identidad real de sus propietarios, replican todo ese contenido tóxico, adaptado al perfil y los intereses de diferentes tipos de público.
Las fake news viralizan en redes sociales cuyos algoritmos favorecen su diseminación en detrimento de las noticias reales de fuentes confiables, y lucran con la polarización y la violencia política que aquellas incentivan. Clic, caja.
Grupos de usuarios unidos por la desinformación, el odio y la conspiranoia se organizan en foros digitales anónimos de extrema derecha para amenazar a las víctimas de las campañas sucias, asediar a quienes no comparten sus ideas o provocar actos violentos. Perfiles falsos que se replican infinitamente actúan en las redes para aumentar el alcance de ese tipo de campañas, y la cantidad de clics y el tiempo frente a la pantalla de usuarios reales que todo eso produce ayuda a las plataformas a ganar miles de millones de euros en publicidad, muchas veces engañosa. Clic, caja. Productos y servicios reales o falsos son ofrecidos con mensajes tramposos, sin que nadie registre la identidad de quienes los comercializan ni se haga responsable de eventuales fraudes.
Mientras tanto, todo lo que todos hacen a diario en internet produce datos, montañas de datos. La información recopilada por distintas páginas y aplicaciones que vigilan la actividad de los usuarios permite focalizar tanto la publicidad comercial como los contenidos que los mantienen conectados e interactuando cada vez más horas por día con sus celulares y tablets. Clic, caja.
En 2020, Facebook facturó unos 84.200 millones de euros por este tipo de publicidad y Google, 147.000. En ambos casos, más del 80% de sus ganancias salen de ahí. Los datos son verdadero negocio y la verdadera finalidad de cada filtro de Instagram, cada like en Facebook, cada crush en Tinder, cada mensaje en WhatsApp, cada película de Netflix, cada búsqueda en Google, cada inocente formulario que nos piden que rellenemos online y cada cookie que aceptamos.
Al responder a un cuestionario, jugar online, crear un perfil en una aplicación, darle like a un comentario o a una imagen, responder a una encuesta, buscar pareja o relaciones de sexo ocasional, decirle algo a Alexa o Siri, usar un buscador de internet, entrar a un grupo de WhatsApp o pedir un préstamo en una financiera, millones de usuarios en todo el mundo les dan a las bases de datos toneladas de información sobre sí mismos de la que ni siquiera son conscientes.
Toda esa información vale oro. Clic, caja. Quienes pagan por ella la pueden usar para engañarlos, manipularlos, estafarlos o venderles un shampoo, un auto, una suscripción al gimnasio o un candidato presidencial. Inclusive los niños y adolescentes son bombardeados con publicidad segmentada y focalizada para que les vendan por ellos cualquier cosa a sus padres.
Pero todo esto y mucho más podría empezar a cambiar, dependiendo de hasta dónde decida llegar la Unión Europea en su futura ley de servicios digitales.
El pasado 20 de enero, con 530 votos a favor, 78 en contra y 80 abstenciones, el Parlamento Europeo aprobó su posición sobre la futura ley, que ahora comenzará a ser negociada por los 27 países miembros del Consejo Europeo y las autoridades de la Comisión Europea, un proceso que promete ser tenso, con todo tipo de presiones, y que podría extenderse hasta abril o mayo. De aprobarse esta ley, que empezó a discutirse hace dos años, sería la primera regulación a nivel continental y sentaría un precedente en el mundo.
Sus objetivos declarados son hacer que el espacio digital sea más seguro y privado, eliminar el contenido ilegal, limitar la extracción de datos de los usuarios y la publicidad personalizada, proteger a los menores de edad y dar mayor transparencia a los algoritmos que seleccionan el contenido que cada uno recibe de acuerdo a su perfil. Para ello, se establecerán nuevas reglas que afectarán a las compañías tecnológicas responsables por las redes sociales, los servicios de mensajería y las aplicaciones y cambiarán la forma en que usamos internet, con repercusiones que pueden llegar más allá de las fronteras de Europa.
La regulación actual de los servicios digitales en el continente está dada por una directiva de comercio electrónico del año 2000. Aunque hayan pasado poco más de veinte años, en términos digitales fueron siglos: cuando fue dictada, no existían el iPhone, Facebook, Twitter, Instagram, Tinder, Google Maps, WhatsApp, Telegram, Skype, Zoom; Netflix era un servicio de alquiler de DVDs, HBO era un canal de cable y Amazon recién comenzaba a expandir su actividad en la venta de libros y CDs.
Los teléfonos los usábamos apenas para hablar por teléfono, las series las veíamos por televisión y, para ubicarnos en nuestras vacaciones, usábamos un mapa de papel.
Desde entonces, el mundo ha cambiado y lo digital ocupa un espacio gigantesco en nuestras vidas. Miramos la pantalla del celular antes de levantarnos de la cama. Nos comunicamos por servicios de mensajería instantánea; nos informamos, discutimos sobre política y mantenemos amistades y relaciones a través de las redes sociales; buscamos trabajo, restaurantes, sexo o parejas en aplicaciones para celulares; miramos series y películas por servicios de streaming y compramos cualquier cosa por internet.
Cada vez que hacemos cada una de esas cosas, ofrecemos gratuitamente a las compañías todo tipo de información sobre nosotros: saben nuestro nombre, género, edad, estudios, profesión, orientación sexual, color de piel, club de fútbol, nuestros gustos musicales, hobbies, opiniones políticas, religión.
Saben quiénes son nuestros amigos, qué música nos gusta, cuál es nuestra comida favorita, que tipo de zapatillas compramos, qué libros leemos, qué series y películas nos gustaron más, con qué diarios nos informamos, dónde trabajamos, cuánto gastamos, en qué banco tenemos cuenta, dónde vivimos, si estamos en pareja o solteros, qué nos gusta hacer en la cama y con qué tipo de hombre o mujer, cómo es nuestro ritmo cardiaco y nuestra presión arterial, cuantos pasos damos por día, si corremos o andamos en bicicleta, qué opinamos sobre los temas de actualidad, qué cosas nos enojan o nos movilizan, qué tipo de pornografía preferimos, a qué candidatos votamos, qué temas nos preocupan, y hasta conocen el recorrido exacto que hacemos cada día desde que nos despertamos hasta que volvemos a dormir, que queda registrado por el GPS de nuestro celular.
Tanta información, organizada, estudiada en detalle y usada para crear infinidad de perfiles de consumidor les permite vendernos lo que sea: un producto, un servicio, una idea, una indignación, una causa. Clic, caja.
Estas nuevas tecnologías imponen nuevos desafíos a las sociedades y demandan una regulación compleja que pone en juego no solo las leyes del mercado, sino también el derecho a la privacidad, el acceso a la información, la libertad de expresión y opinión, los derechos políticos, la seguridad, los derechos del consumidor y hasta la salud pública. Cada artículo de la futura ley obligará a tomar decisiones y hacer equilibrios entre diferentes principios, normas e intereses.
La propuesta aprobada por el Parlamento Europeo parte del principio de que todo lo que es ilegal en el mundo físico debe serlo también en el digital. Para que esto sea así, uno de los temas más conflictivos es la responsabilidad de las redes sociales en los contenidos que distribuyen. La propuesta establece que los administradores de las redes deberán tomar medidas eficaces para identificar y eliminar contenido ilegal y evitar la circulación de fake news, discursos de odio o fraudes. Los administradores de dominios de internet deberán estar registrados con su identidad real y lo mismo vale para quienes venden productos y servicios online, que no podrán valerse del anonimato para violar la ley o engañar a los consumidores. Las compañías deberán informar a las autoridades sobre las medidas tomadas para hacer cumplir estas reglas.
Uno de los puntos sensibles en el control de la información falsa es que no se excluyó a los medios de comunicación de los contenidos que podrían ser eliminados de las redes sociales, ya que muchas “granjas de fake news” funcionan bajo una fachada que aparenta ser un medio de comunicación digital.
La ley también pretende limitar la extracción de datos de los usuarios, permitiendo que estos puedan saber y decidir las informaciones sobre sí mismos que están dispuestos a dar, sin “autorizaciones” engañosas, textos larguísimos en lenguaje jurídico a los que solo se puede decir sí o no y formularios incomprensibles, insistentes y demorados para autorizar o rechazar las cookies.
Se prohibiría el uso de datos y la publicidad focalizada a menores de edad, así como la extracción de datos sensibles como religión, orientación sexual u origen étnico. Los algoritmos deberían ser más transparentes y debería informarse a los usuarios no su código, protegido por derechos de propiedad intelectual, pero sí cómo funcionan.
Las agencias públicas harían revisiones periódicas de los algoritmos y estos serían accesibles también al mundo académico, para estudiar el impacto de las nuevas tecnologías. Los usuarios también tendrían derecho a eliminar aplicaciones preinstaladas en sus dispositivos.
La idea es que los controles y las reglas sean más fuertes cuanto mayor sea la empresa, y las grandes compañías digitales deberán tener representantes legales en Europa aunque su sede esté en otro continente.
Cada una de las reglas en discusión tiene un gran número de implicaciones y detalles extremamente complejos que serán negociados en los próximos meses. Del resultado de esa negociación puede salir el mundo digital del futuro y es muy probable que los cambios sean enormes.