Ultra alta energía
Misterio espacial: qué es la lluvia "imperceptible" de partículas energéticas
¿Cómo impactan en la Tierra? ¿Qué nos protege de su radiación? Detalles sorprendentes y la importancia de un laboratorio argentino en la investigación de los rayos cósmicos.
Incesante y apenas perceptible, como una tormenta silente, constantemente nos envuelven millones de partículas elementales. No existe paraguas capaz de detener el flujo de neutrinos solares que atraviesa cada centímetro cuadrado de nuestro planeta y de nuestro cuerpo, manifestándose como imágenes espectrales de sí mismos. Ya sea desde lo alto, durante el día, o desde lo profundo, durante la noche, estas partículas portan una energía que apenas alcanza la milésima parte de la masa de un protón.
En contraste, otras partículas son notablemente más enérgicas y provienen de distancias considerablemente mayores, viajando a través del cosmos durante millones de años.
Cuando estas partículas iniciaron su trayectoria hacia la Tierra, nuestro planeta no albergaba vida humana. A lo largo de su viaje, surgieron diversas especies que eventualmente dieron origen al Homo sapiens. Sin embargo, no fue sino hasta 1912 que un representante de esta especie ascendió en globo durante un eclipse total, descubriendo que las partículas más energéticas detectadas no provenían del Sol, sino de otras fuentes.
Bajo la protección de la atmósfera
Con el tiempo, comprendimos que algunas de estas partículas poseen energías colosales, diez billones de veces mayores que las de los neutrinos solares. Superan en un millón de veces la energía de los protones generados por el Gran Colisionador de Hadrones (LHC), el acelerador de partículas más grande del mundo. Se presume que estas partículas deben tener carga eléctrica, ya que de lo contrario sería inexplicable cómo adquieren tal impulso. Probablemente sean partículas estables capaces de resistir un viaje tan extenso, como protones o núcleos de hierro. Afortunadamente, estos proyectiles vigorosos no llegan a impactarnos, ya que la atmósfera nos brinda protección.
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Cuando una de estas partículas penetra la atmósfera, desencadena una cascada que arranca electrones de los átomos en el aire, generando un efecto dominó que se propaga desde las capas superiores hacia la superficie terrestre, expandiéndose en el camino como una lluvia.
A mayor energía de la partícula, mayor es la extensión de la superficie terrestre afectada. Las partículas más enérgicas y enigmáticas pueden abarcar áreas de varios kilómetros cuadrados.
Una partícula por siglo
Es posible observar las partículas generadas en la atmósfera mediante cámaras de niebla, un dispositivo que se puede construir en casa con alcohol y hielo seco. Sin embargo, para identificar aquellas provenientes de una única partícula extremadamente energética, se requiere desplegar detectores en amplias superficies.
Cabe destacar que en cada kilómetro cuadrado de la superficie terrestre impacta una de estas partículas... ¡por siglo! Si deseamos observar una de ellas al año, se necesitaría desplegar detectores a lo largo de cien kilómetros cuadrados, y treinta y seis veces más superficie si la impaciencia nos lleva a querer observar una cada diez días.
James Cronin, premio Nobel de física en 1980, se propuso liderar la quimérica tarea de detectar y caracterizar las partículas más energéticas, conocidas históricamente como rayos cósmicos.
Los rayos cósmicos son partículas que llegan desde el espacio exterior y bombardean constantemente la Tierra desde todas direcciones. La mayoría de estas partículas son protones (o sea núcleos de átomos de hidrógeno) o núcleos de átomos más pesados (como helio, carbono o hierro). Algunas de ellas son más energéticas que cualquier otra partícula observada en la naturaleza. Los rayos cósmicos ultra energéticos viajan a una velocidad cercana a la de la luz y tienen cientos de millones de veces más energía que las partículas producidas en el acelerador más potente construido por el ser humano.
Estudios en Argentina
Para detectar los rayos cósmicos, se requería el despliegue de más de mil seiscientos tanques, cada uno lleno con doce toneladas de agua pura, a lo largo de tres mil kilómetros cuadrados.
Cada detector estaba equipado con una electrónica sofisticada que no solo permitía visualizar partículas en la cascada, sino también registrar el momento preciso en que eran observadas. Además, debía comunicarse con un centro de cómputo capaz de discernir cuántos detectores fueron alcanzados por la lluvia y en qué orden cronológico. Todo esto, por supuesto, sin cables, utilizando celdas solares y antenas.
La lista de desafíos técnicos que amenazaban el funcionamiento de esta extensa red de detectores era considerable, pero con ingenio, determinación y mucho trabajo y talento, se logró establecer este gigantesco laboratorio ideado por James Cronin en Malargüe (Mendoza), Argentina. Este territorio resultó ideal por su topografía relativamente plana, su atmósfera prístina y su baja densidad poblacional. Este último factor fue esencial para poder extender los tanques en un área tan extensa, formando una red ordenada en la que cada par estaba separado por un kilómetro y medio de terreno áspero y de difícil acceso. Así nació el Observatorio Pierre Auger.
El ingenio en acción
La energía de la partícula que desencadena la cascada, ese pequeño guijarro oculto en la lluvia imperceptible de neutrinos, puede identificarse de dos maneras distintas: reconstruyéndola a partir de la energía depositada en cada uno de los tanques afectados, o mediante la observación directa de la fluorescencia generada en la atmósfera por el paso de las partículas al interactuar con el nitrógeno del aire.
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El Observatorio Pierre Auger cuenta con cuatro detectores estratégicamente ubicados en promontorios elevados en el perímetro del campo. Estos actúan como centinelas y, mediante un sistema de espejos, enfocan y recogen toda la luz disponible. En condiciones atmosféricas propicias, estos vigías son capaces de presenciar cómo el aire se ilumina como una tenue bombilla incandescente a decenas de kilómetros de distancia.
Nuestro planeta, con sus polos magnéticos, actúa como un inmenso imán, y los campos magnéticos son omnipresentes en la vecindad galáctica. Cuando una partícula cargada atraviesa estos campos, su trayectoria se desvía, siendo más pronunciada a menor velocidad.
Al intentar utilizar la secuencia en la que los diferentes tanques detectan partículas para determinar la dirección de origen de la partícula original, nos enfrentamos a la complejidad de la sinuosa trayectoria impuesta por los campos magnéticos. A menos que la energía de la partícula incidente sea tan colosal que el efecto de estos campos resulte insignificante.
Después de dos décadas explorando los cielos, el Observatorio Pierre Auger ha logrado afirmar de manera concluyente que estos rayos cósmicos de máxima energía provienen de otras galaxias. Como mensajeros del cosmos, atraviesan distancias astronómicas antes de encontrarse con la densidad de nuestra atmósfera, liberando toda su energía sobre la superficie terrestre como un aspersor fluorescente.
Algunos ejemplos de rayos cósmicos
Los científicos en los últimos años han logrado comprobar la existencia de diferentes partículas en el campo de la física con cada nuevo descubrimiento. La famosa “Partícula de Dios”, también conocida como el bosón de Higgs, es una de ellas. Otra es la partícula llamada “¡Dios mío!”, que es un rayo cósmico inimaginablemente energético.
Ahora, investigadores japoneses han descubierto una partícula de altísima energía cayendo a la Tierra llamada “Amaterasu” en honor a Amaterasu Ōmikami, la diosa del sol y el universo en la mitología japonesa, cuyo nombre significa “brillando en el cielo”.