Crónica política
Consignas: del régimen a la casta; del "líder" al "loco"
"Hoy la consigna central gira entre la casta y el loco. Final abierto, porque pareciera que hay muchas castas y demasiados locos”, destaca el columnista en el epílogo.
I
“Casta” parece ser palabra maldita o bendita; palabra que designa en todos los casos el mal, el vicio, la corrupción, la injusticia y la impiedad; palabra que permitió o ayudó al actual presidente llegar a la Casa Rosada. Es fácil pronunciarla y a juzgar por los resultados la opinión pública la asimila con rapidez. Discernir acerca de su contenido, de su significado real, es tarea más ardua y puede que sea imposible. Como todas las palabras que designan pasiones y vicios o virtudes fuertes, intuimos enseguida de qué se trata, pero si debemos expresarlo en conceptos todo se complica. Según Jorge Luis Borges, algo parecido ocurre con las palabras “amor”, “belleza”, “poesía”. Nada nuevo bajo el sol. Allá lejos y hace tiempo, los griegos discurrieron acerca de esa relación con palabras que percibimos en el acto lo que dicen, pero si tenemos que definirla empiezan los problemas.
II
Empecemos a meternos en problemas: ¿Qué es “casta? Hasta en el diccionario más modesto hay alguna explicación acerca de su significado, pero como en este caso estamos hablando de política, es decir, relaciones entre opinión pública y poder, lo que diga el diccionario no nos sirve de mucho, salvo la percepción básica acerca de una palabra que alude a un privilegio proveniente del dinero, del linaje o simplemente del ejercicio del poder. Hasta allí llegan las coincidencias. Para un marxista, por ejemplo, “casta”, referiría al bloque dominante o a las clases explotadoras. Para un populista en cualquiera de sus variantes, sería el sinónimo de régimen oligárquico que se opone a “la justa distribución de la riqueza”. Un conservador, es decir, alguien que en más de una ocasión fue acusado de ser el animador de la casta vigente, no dudará en calificar con ese término, “casta” a populistas e izquierdistas que por un camino u otro conquistaron el poder y están dispuestos a quedarse allí hasta el fin de los tiempos. Como podrá apreciarse, la palabra en el campo arisco de la política posee virtudes polisémicas. Henry James estaría tentado a decir que lo importante no es la palabra como tal sino el punto de vista, punto de vista que no es el mismo para Javier Milei, Martín Lousteau, Cristina Fernández o Myriam Bregman.
III
Ahora bien, para la gente esa diversidad no existe. Si como dijera Gustave Le Bon, el pueblo se moviliza a través o acuciado por sensaciones, “casta” tiene un significado concreto y real que además no pretende validez universal o temporal. Consigna, o como mejor quieran llamarla, vale para una determinada coyuntura política y en particular para darle calor y tono a una crisis. Una mayoría ha decidido hacerla suya y designar con cinco palabras que incluyen una vocal repetida y tres consonantes, la síntesis del malestar presente e incluso la posible solución y, muy en particular, la persona llamada a brindar esa solución. Insisto en el concepto de “mayoría” porque estas adhesiones nunca son unánimes, por más que sus impulsores lo pretendan. Catorce millones de argentinos han votado contra “la casta” según el punto de vista de Milei, pero once millones no lo hicieron porque no creen en el autor de la palabra, no comparten su contenido o porque creen que los problemas nacionales obedecen a otras causas. La pretensión de unanimidad son pretensiones de dictadores. Stalin, Fidel, Hitler, crearon el imaginario de la unanimidad reduciendo a la oposición a una despreciable minoría de perversos, enemigos del pueblo, delirantes o mercenarios. Instalados en el poder, los dictadores nunca llamaron a elecciones no porque temían perder, sino porque ganando, incluso por una amplia diferencia, deberían legitimar la existencia de una minoría que podría llegar a sumar, en Cuba por ejemplo, a más de un millón y medio de personas, cifra que resulta imposible desconocer en nombre de adjetivos al estilo “gusanos” u otras dulzuras por el estilo.
IV
Pero no vayamos tan lejos ni tomemos como ejemplo regímenes siniestros que asolaron al siglo veinte. En nuestra historia las consignas le dieron ritmo, tono y color a las refriegas y discordias políticas. “Mueran los salvajes, inmundos y asquerosos unitarios”, era una consigna que no necesitaba de demasiadas consideraciones para ser explícita. “Muerte al tirano” o “Es acción santa matar a Rosas”, no disimulaba, por su lado, sus intenciones. De todos modos, la consigna más explícita de la política de fines del siglo XIX la pronunciaron los radicales: se luchaba contra “el régimen”, palabra que muy bien podría ser sinónimo de “casta”. “El régimen”, se suponía, era el régimen conservador de Julio Roca, Carlos Pellegrini y tal vez Bartolomé Mitre. Sociólogos y politólogos han exprimido sus archivos y su paciencia para explicitar esta consigna en conceptos políticos. Imposible. Lo que sabemos es que “el régimen” era “falaz y descreído”. Y lo que también sabemos es que Hipólito Yrigoyen, hombre de pocas palabras pero que de tonto no tenía un pelo, prefería sostener la ambigüedad de esa consigna, porque internarse en conclusiones más concretas podria generarle irreparables inconvenientes internos. Importante: la ambigüedad como recurso político o picardía. Esa treta no la inventó Yrigoyen y tampoco fue el último político en recurrir a ella. Los conservadores también eran amigos de consignas breves y contundentes: “Orden y progreso” o “Paz y administración”. Domingo Sarmiento las tradujo como “Créditos y winchester”, para aludir al festival financiero de la década de Miguel Juárez Celman y Roca y la compra de armas para luchar contra el salvaje. Por su parte, y a la hora de referirse a los radicales, los conservadores tampoco eran muy delicados: “chusma”.
V
En los años treinta un nacionalista conservador de apellido Torres, halló las dos palabras para definir al régimen de Agustín P. Justo: “Década infame”, década deshonrada por el fraude electoral y los negociados, aunque, como los historiadores podrán apreciar luego, los fraudes fueron escandalosos y deshonraron para siempre a los conservadores, pero con respecto a la corrupción y atendiendo a lo que íbamos a presenciar años después, los conservadores no fueron más que modestos y tímidos pungas de líneas de colectivos o baños de estaciones de trenes. En tiempos del peronismo las consignas estuvieron a la orden del día. Para el antiperonismo arribaban a Buenos Aires los “cabecitas negras” o el “aluvión zoológico”; también el tirano y el hada rubia. Para los peronistas se trataba de luchar contra los herederos del régimen conservador y la oligarquía apátrida, todo esto teñido con un inconfundible tufillo fascista. “Braden o Perón”, fue la consigna ganadora del peronismo en los comicios de febrero de 1946. Como consigna, un éxito total, entre otras cosas porque los aludidos se esmeraron en darle la razón a quien pretendía colocarlos en ese lugar. En términos históricos la consigna se relativiza. El embajador Spruille Braden estuvo en Buenos Aires desde mayo a septiembre de 1945. Para el 17 de octubre, y para cuando se celebraron las elecciones de febrero de 1946, ya había regresado a Estados Unidos. O sea que el “líder” convocaba a luchar contra un ausente. Pero además, en este culebrón hay un dato que Perón nunca respondió. ¿Por qué al año siguiente, el 17 de octubre de 1946, el embajador yanqui que sucedió a Braden, George Messersmith, fue beneficiado por el líder con la medalla de la lealtad peronista? Parecería a simple golpe de vista que en menos de un año Estados Unidos había dejado de ser una potencia colonial para transformarse en una benefactora social. Milagros del populismo criollo. Mientras tanto, los opositores eran designados con el apelativo de “contreras”, al que lo sucederá después de 1955 el de “gorila”, uno de los apelativos más eficaces y extendidos de la jerga política argentina. “Gorilas”, fueron Rojas y Aramburu; Frondizi e Illia; Santucho y Firmenich; Alsogaray y Alfonsín. Y también, según las circunstancias, Menem y Néstor, Cristina y Scioli, Alberto Fernández y Pichetto; Belliboni y Toty Flores. Una maravilla. Nadie en esta Argentina bendecida por Dios se libró de haber sido tratado de “gorila” en algún momento de su vida. Hoy la consigna central gira entre la “casta” y el “loco”. Final abierto, porque pareciera que hay muchas “castas” y demasiados “locos”.