Crónicas santafesinas
Dos amigos
Por Rogelio Alaniz
I
Por lo que me contaron, amigos fueron siempre. Desde pibes, como se dice en estos casos. A uno le decían Cacho, al otro Lito. Los que los conocieron del barrio aseguran que siempre estaban juntos y tal vez por ese motivo les decían "los cacholitos". Más detalles no conozco. Un barrio pobre de laburantes. Casas modestas, calles de tierra, zanjones y potreros donde se improvisaban las canchas de fútbol. No sé si terminaron la escuela primaria, supongo que sí, pero seguro que a la secundaria no fueron. Tampoco sé con certeza dónde trabajaban, aunque de algún lado me llegó el chisme de que hacían changas, que se la rebuscaban como podían. Así, entre tropezones, carencias, algunas alegrías y muchas penas se fueron haciendo hombres, mejor dicho, muchachos. Siempre amigos. En las buenas y en las malas, en las duras y las maduras. Cacho era más divertido, más alegre si se quiere; Lito era más seriote, tal vez más guapo, más amigo de resolver las diferencias a las piñas. Nada del otro mundo. En un barrio de las orillas hay que saber hacerse respetar. Ellos eran respetados. Se aguantaban todas; y si había que atropellar, atropellaban. A veces ganaban, a veces perdían, pero nunca aflojaban. Eran bravos los "Cacholitos".
II
El fútbol era su pasión. Y eran buenos con la pelota. En los campeonatos del barrio se distinguían, pero eso sí, nunca jugaron en equipos diferentes. Alguna vez parece que un técnico de un club del centro se interesó por ellos. Incluso creo que hubo un contrato, y que en algún momento se pusieron la camiseta del club del cual eran hinchas desde purretes. A los dieciséis o diecisiete años ya eran hombres hechos y derechos. La pobreza, la miseria jode y jode mucho, pero si sobrevivís a ella, es como que estás preparado para todo. Ellos suponían que su destino era el fútbol. Y lo suponían bien porque, repito, eran buenos. Ya para entonces salían de noche: algún baile en el club o en algún boliche, quedarse con los amigos en una esquina tomando cerveza hasta tarde, alguna partida de truco después de algún asado o algún guiso carrero. No lo sé con precisión, pero alguna vez se entreveraron con mujeres. Nada extraño, porque los Cacholitos eran pintones, sin fanfarronería, pero con clase. A los dieciocho años los llamaron para la colimba. Fue en 1982. Se presentaron y les tocó el mismo destino. Es posible que al servicio militar lo hayan considerado una molestia, pero ya estaban acostumbrados a las molestias. A madrugar, a pasar frío y a comer comida de pobres.
III
La noticia de la guerra los sorprendió, pero no demasiado. Es probable que como todos en algún momento hayan pensado que sus vidas corrían peligro. Pero si lo pensaron, nunca se lo dijeron a nadie. Supongo que como muchos no fueron contentos al sur, pero los Cacholitos siempre se las habían aguantado y en este caso es muy probable que se hayan sentido orgullosos de su condición de soldados decididos a defender la patria. No se preguntaron si esas islas eran o no argentinas, porque siempre creyeron que efectivamente lo eran. Mucho menos se preguntaron si quienes los enviaban a esa guerra eran hombres justos, porque desde su edad y su condición social suponían que los hombres que ejercían el poder en nombre de la patria siempre eran justos. Ajenos a las complicaciones de la política, seguramente no les interesó saber si obedecían a un gobierno democrático o a una dictadura militar. Por el momento les bastaba y les sobraba con saber que eran valientes y que iban a defender a la patria.
IV
No me consta que alguna vez se hayan quejado de su suerte. A decir verdad, nunca lo habían hecho. Es probable que el frío los haya intimidado al principio, pero los muchachos estaban muy acostumbrados a lidiar con las asperezas de la vida y del clima. Tampoco sé si estuvieron mucho tiempo en alguna ciudad del sur o los embarcaron enseguida a las islas. Sí sé que nunca tuvieron problemas con sus superiores porque estaban acostumbrados a obedecer, incluso aunque las órdenes fueran injustas, o cuando quienes las daban no estuvieran a la altura de ellos. A no confundirse. No eran serviles ni obsecuentes, ni se les ocurría serlo, pero eran respetuosos. Cuando llegaron a la isla no necesitaron mucho tiempo para saber que la guerra se les venía encima y que los enemigos eran bravos. La noticia no les preocupó demasiado: los dos estaban habituados a pelear con desventajas. Su única certeza era que no tenían miedo y su única alegría es que seguían juntos. No me consta que les hayan dicho como en el barrio, los Cacholitos, pero los que los acompañaron en esas jornadas no desconocían esa amistad.
V
Lo cierto es que pronto estuvieron peleando en el frente. Hacía frío, mucho frío; los uniformes no alcanzaban a protegerlos de los rigores de temperaturas bajo cero. Es probable que en algún momento la situación los haya sorprendido. Los generales que hablaban de la patria y de la guerra no parecían estar muy preparados. Pronto aprendieron a distinguir entre sus jefes a los que eran valientes en serio y a los que solo eran bravos para gritar y amenazar con castigos. Todo parecía jugarles en contra, pero ellos no perdían la alegría, esa costumbre de hablar en joda en los momentos más duros o de tomarse a la ligera el peligro de que una bala los mandase al otro mundo. En el frente faltaban alimentos, faltaban abrigos y a veces faltaban balas, pero nunca se los oyó chistar.
VI
El desenlace se precipitó una noche, tal vez a la madrugada o algo parecido, porque con el frío, la niebla y la llovizna no era fácil distinguir cuándo era de día o de noche. Una excursión en dirección a unas dunas. Una emboscada o una trampa. Nunca terminamos de saberlo. El enemigo siempre era invisible. Disparaba de lejos, y además les importaba poco que fuera de día o de noche porque siempre se las arreglaban para ver. El enemigo peleaba con ventajas. Mejores armas, más tecnología y tal vez mejores jefes
En esas condiciones no era difícil pronosticar cuál sería el resultado. Ellos, los Cacholitos, lo sabían, claro que lo sabían, pero el potrero les había enseñado que había que jugar hasta el último minuto. En algún momento hubo un pequeño combate y después la orden de replegarse. Fue entonces, cuando llegaron al campamento, que Cacho advirtió que Lito no estaba. Esperó un rato y después se presentó ante el coronel y le dijo que su amigo estaba herido y que él lo iría a buscar. El coronel se opuso terminantemente. -Tu amigo está muerto- le dijo casi sin mirarlo- está muerto y por hoy no quiero más muertos. Cacho insistió en que iría a buscarlo. El coronel no estaba acostumbrado a que lo desobedecieran, ningún coronel lo está. Primero se lo dijo por las buenas, después se lo ordenó. Cacho no dijo nada, o, mejor dicho, simuló que aceptaba la orden, pero en la primera oportunidad que se le presentó salió de esa suerte de trinchera en la que estábamos amontonados y se dirigió en dirección dónde suponía que estaba Lito. Solo, en medio de la noche glaciar. Nosotros lo vimos salir y nos callamos la boca, pero el coronel en algún momento se dio cuenta de que Cacho se había escapado. Puteó y prometió el peor de los castigos. No recuerdo si amenazó con fusilarlo, pero el tono de la voz no dejaba lugar a dudas.
VII
Cacho regresó dos o tres horas después. Algo debe de haber registrado el coronel en la expresión de su rostro porque todos los castigos que había prometido desaparecieron. Solo se limitó a preguntarle si había encontrado a su amigo.
-Sí coronel, lo encontré…está muerto. No lo dijo lagrimeando, pero todos sentimos que las lágrimas andaban cerca. El coronel le dijo algo así como: -Ya te dije que estaba muerto, pero vos…Cacho lo miró y le contestó: -Ahora está muerto, coronel, pero cuando llegué estaba vivo. Todos lo miramos con sorpresa. -Sí, claro, estaba vivo, lo encontré de casualidad y lo reconocí de milagro, porque entre la nieve los muertos que allí estaban eran iguales. Todos callamos para escucharlo porque Cacho, que siempre fue de pocas palabras, ahora estaba algo locuaz. -Sí mi coronel, cuando llegué estaba vivo; pero él y yo sabíamos que no le faltaba mucho para morirse. -¿Hablaron?, preguntó el coronel?. -Él habló, apenas podía hablar mi coronel, pero lo poco que dijo pude entenderlo, contestó Cacho. -¿Y qué te dijo? Hubo un breve silencio y después esa respuesta de Cacho que hasta el día de hoy, cuarenta años más tarde la sigo escuchando. -Yo sabía que ibas a venir, me dijo, yo sabía que ibas a venir…te estaba esperando.