(Por Coni Cherep) – Murió Hebe de Bonafini, la emblemática y polémica Madre de Plaza de Mayo. Su lucha original, su resistencia a la dictadura militar y su valiente reclamo ante los organismos internacionales por la desaparición de decenas de miles de argentinos, se fue extinguiendo con el tiempo a consecuencia de muchas de sus acciones.
Hebe de Bonafini: las muertes nunca se celebran
De verbo fácil y con una intransigencia ideológica que le impidió relacionarse pacíficamente con el gobierno de Alfonsín, su tiempo político fue derivando en una personalidad conflictiva que rompió con su propia organización, la enfrentó a las Abuelas, y la condujo a una posición extremista que, antes del kirchnerismo, sólo coincidía con sectores de la política marginal.
Los retrocesos argentinos en los procesos de investigación y condena a los responsables de la dictadura le alimentaron el odio. Y ella no lo ocultaba: “Odio, claro, ¿cómo no voy a odiar?, imagínese a usted mismo con sus hijos desaparecidos, y con los asesinos libres… ¿Usted no odiaría?” respondió a una pregunta que le formulé en el año 2001, en los estudios de LT10. Habían pasado pocos días del atentado a las Torres Gemelas, y ella tuvo la ocurrencia de “celebrarlo”.
Desde entonces, y todavía lejos del poder que le otorgó la llegada de Néstor Kirchner al gobierno, Hebe de Bonafini se convirtió en una celebradora de horrores. Cualquiera de los hechos criminales que encajaban en perjuicio a sus “enemigos”, merecían celebración.
Desde los asesinatos de ETA, pasando por las bombas del terrorismo islamita o los fallecimientos naturales de quienes estaban en la pasarela de sus odios asociados, ella se encargaba de celebrar la muerte. Una “cultura” que se extendió a algunos pocos sectores de las organizaciones de víctimas de la dictadura, que aún hoy creen que haber sido víctimas los autoriza a ser victimarios, sin lugar a reproches.
Cuando el kirchnerismo la “empoderó”, profundizó su perfil de “odiadora” y propuso acciones disparatadas y ajenas a la democracia, como tomar por la fuerza el Poder Judicial o proponer violencia directa sobre adversarios políticos de los ex presidentes.
Paradójicamente, algunos de aquellos que sufrieron el espanto de los abusos estatales, las torturas, la violación de todos los derechos individuales y colectivos, fueron desarrollando un mecanismo de reivindicación de las mismas acciones que produjeron sus sufrimientos.
Ejemplos hay muchos, y muy recientes en la provincia de Santa Fe, pero no es necesario mencionarlos.
Lo que sí merece una reflexión es la reacción de algunos antikirchneristas a la muerte de Hebe de Bonafini. El estallido en redes sociales, que se asoció a la idea de festejarla.
Con argumentos que valen para reprocharle sus pensamientos, especialmente desde la fundación de la organización delictiva con Sergio Schoklender, a Bonafini le sobraban desprecios, claro. Sus últimos años de la mano del ala más dura y corrosiva del kirchnerismo -Amado Boudou, como ejemplo más acabado- acumularon un conjunto de expresiones que la convirtieron en un personaje bochornoso.
Sin embargo, no se puede caer en la bajeza de celebrar su muerte. Porque hacerlo, implica mirarse en el espejo de ella que más horrorizaba.
Argentina necesita, y con urgencia, una purga de sentimientos. Seguimos abordando los asuntos públicos y sus protagonistas, desde una lógica estomacal. Las discusiones centrales, casi siempre, terminan encharcadas en réplicas ideológicas nacidas de los manuales del siglo XIX, y con un reacomodamiento parcial y utilitario de fragmentos de la historia, según convenga.
No nos reconocemos nunca en el otro, ni admitimos que “el otro”, será necesario para acordar una salida racional, que nos geste algún futuro.
La idea de la “eliminación” del otro, además de imposible, remite al espanto de creer que existen fórmulas extintivas del pensamiento diferente, sin que eso derive en un nueva e infinita cinta de Moebius que alimente nuevos odios.
Bonafini representó acabadamente el modelo de discurso político argentino que no conduce a ningún lugar, y que incluye las dos caras del espanto argentino: la de las víctimas y la de los victimarios. Lejos, muy lejos de los ejemplos que algunas mujeres y hombres del siglo XX, habían sembrado: las víctimas del holocausto nazi, Mahatma Gandhi y el mismísimo Nelson Mandela.
A Bonafini le caben todos los reproches que quieran, pero su muerte no es motivo de celebración. Porque la muerte nunca lo es. Porque la mera idea de que la eliminación del otro signifique una alegría, nos determina ocupando ese mismo lugar que reprochamos y nos espanta.
Los hombres y las mujeres que son y serán historia en este país, deben ocupar un lugar en la memoria, y a eso generalmente lo definen los pueblos de manera genuina, más allá de los esfuerzos sectoriales.
En este país, sobra muerte. Y sobran deudas sociales. Todas, son las consecuencias directas de nuestra incapacidad para admitir que el otro, los otros, también formarán parte de cualquier futuro.
Si no somos capaces de hacerlo, empecemos al menos, por no celebrar las muertes adversarias. Por respetar el dolor del otro. Por tener la decencia del silencio, y evitar la provocación innecesaria, mientras otro argentino transita el duelo. Que en muchos casos, como el de Hebe, tiene un punto de partida trágico.
De vidas se hace y se hará la historia, y no de muertes. Tan mal lo hicimos, que siempre elegimos conmemorar, en lugar de celebrar las vidas de nuestros protagonistas.