Por Elisa Molina
Nunca alcanza. Esa es la maravilla
Análisis literario.
El tono de quien habla consigo misma y a la vez con otros domina en estos poemas. Pero justamente ese tono, en cuanto calidad sonora de la propia voz, no es perceptible, como curiosamente nunca lo es. Pues, en efecto, el timbre de nuestra voz nos sorprende cuando nos oímos, como si hubiera una distancia enorme entre la nota de identidad que conserva dentro nuestro y la que adquiere al vibrar en el aire: "El cuerpo de la palabra pronunciada / es sepulcro (…) En la boca del pecho suenan dulces: / hija, nieta, vaca, cala".
Los poemas de este libro de Carina Sedevich, "El dios de los vacíos", modulan el discurso interior con la intención de que se abra paso una pureza de absoluta realidad como es el timbre de la propia voz, recogiéndose bajo la forma de una plegaria. El conjunto apela a un dios que es el correlato de la propia interioridad: un terrible dios de los vacíos. No obstante, las ocho secciones del libro se dirigen a un destinatario específico y los epígrafes de Jacobo Fijman y Hugo Padeletti refuerzan, en las primeras seis, la voluntad de re-ligar.
En efecto, si bien el primer poema concluye afirmando "Me voy sabiendo que el punto más cercano entre dos almas es el silencio", es esta misma negatividad la que instaura el acto de la escritura ("los roces del alma/intentándolo/ siempre"). Lo hace a través de un lenguaje que ancla simultáneamente dentro de la propia subjetividad y fuera, en la superficie material de las formas, de las cosas concretas cuya realidad se percibe por los sentidos.
Así, va desde el recuerdo hacia pájaros negros que se persiguen en la hierba o inversamente, del "sonido de las cosas" al "rumor de la despedida". El vaivén es constante, en un movimiento denso, compacto como el oleaje. Y neto por la calidad, precisión y coherencia de las imágenes: "Escuchá, querida, / el sonido de las cosas tras / el tiempo fluyente. El rumor de la continua despedida, / del encastre pobre del encuentro. / Los roces del alma intentándolo siempre. / Todo se disuelve menos ese sonido".
Ese vaivén acaso es la matriz formal en que se vierte la disposición anímica del poemario. Al comienzo de la lectura, pensé que, de la noche oscura del alma, se llegaría a una especie de afirmación. Pero no, eso no pasó. Los poemas se erigen en ese espacio mínimo en que, o bien apenas caben sospechas desalentadoras (como esta, por ejemplo: "¿Voy a sembrar álamos / para que la soledad en ellos / se persigne, / frondosa, como la del poeta, / y todo sea de mí porque no existe?"); o bien una posibilidad: "Sí, había luz, y no me ciega / todavía. El fulgor se ahoga y con él / yo, como si una manifestación / mejor fuera posible, como / si pudiera esperarse algo / aún. Más".
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El dios de los vacíos, bajo cuya advocación aparece el conjunto de los poemas, podría ser un dios desolador, sí; pero también sutilmente ambiguo: abre un abanico de sugerencias que ancladas en lo personal (soledad, silencio, recuerdos, ausencias, distancias difíciles de franquear: "un continente de pena") se extrovierte en juicios que fluctúan entre la impotencia para asir un sentido y la pregunta que no lo niega, dejando abierta una posibilidad: humana, acotada, entrañable.
(*) Reflexiones sobre "El dios de los vacíos", obra de Carina Sedevich. Editado por Nueva Alción, Córdoba, año 2023.